La ratonera de Kiev
Cambian las tornas
El deportador que no pudo con Zhukov
La sociedad Beria-Malenkov
A barrer mingrelianos
Movimientos orquestales en la cumbre
El ataque
El nuevo Beria
La cagada en la RDA
Una detención en el alambre
Coda
Beria tenía dos divisiones de la MVD estacionadas en Moscú; para hacer las cosas más difíciles, el Kremlin estaba vigilado y guardado no por soldados, sino por miembros de la misma MVD. En este contexto, Khruschev entendió que su estrategia pasaba por reclutar a militares que conociese bien. Afortunadamente para él, el comandante de la Fuerza Aérea en el distrito de Moscú, mariscal Kiril Semionovitch Moskalenko, era un viejo conocido suyo de la segunda guerra mundial. A las 9 de la mañana del día 26, Khruschev lo llamó por teléfono. Moskalenko se apuntó, y llamó al jefe de Estado Mayor de la Fuerza Aérea soviética, Pavel Fiodorovitch Batitski, que había sido su adjunto. Además, llamó a tres subordinados directos: el coronel Iván Zub; el general A. I. Baskov; y el comandante V. I. Iuferev.
Tras la llamada de Khruschev, Bulganin, superior jerárquico de Moskalenko, también le llamó y le ordenó que reuniese a sus hombres y los llevase armados a su despacho del Ministerio. Según Khruschev, fue Malenkov, la noche antes del arresto, quien pensó que sería bueno incluir en la partida al mariscal Zhukov. Sin embargo, Moskalenko no cuenta lo mismo. Según el militar, cuando llegó al despacho de Bulganin, el ministro le informó de que esa mañana iba a arrestar a Beria y le preguntó si se le ocurría alguna forma de allegar más medios a la operación. Moskalenko dice que fue él quien le sugirió a Bulganin el nombre de Zhukov, que estaba en ese momento en el ministerio, y cuatro personas más que le eran viejos conocidos de la guerra: Breznev; Mitrofan Ivanovitch Nedelin, entonces comandante de Artillería; Andrei Lavrentievitch Getman, que mandaba sobre una división de carros de combate; el general Shatilov (podría ser Sergei Savelevitch, pero no puedo jurarlo); y el general A. M. Pronin.
Todos estos convocados de última hora estaban desarmados. Así pues, Bulganin le dio personalmente su pistola a Breznev. El grupo entró en el Kremlin a las 11 de la mañana en dos coches; algunos de los pasajeros llevaban armas escondidas en sus guerreras. Los coches eran los coches oficiales de Bulganin y Zhukov; esperaban por eso no ser cacheados, y no lo fueron. Todos marcharon hacia el antedespacho de Malenkov. En esa zona era donde se iba a celebrar la reunión del Presidium del Comité Central.
Allí estaban Bulganin y Khruschev seguro y, según a quien leamos, también Zhukov y Molotov. Allí se les dijo que, cuando el asistente de Malenkov recibiese una señal convenida, deberían entrar en la sala y detener a Beria. Soltaron la soflama normal en esos casos: que Beria era un enemigo del pueblo que estaba intentando destruir el Partido y el proyecto socialista, y tal y tal.
Beria llegó poco después. Según todos los relatos, llegó tranquilo y relajado; así pues, la conspiración pudo montarse sin que sospechase. Dejó fuera a unos quince asistentes y guardias de su séquito personal y de seguridad.
Ésta es la versión más difundida. Pero hay otras. Sergo Beria, el hijo de Lavrentii Beria, sostiene que el pleno nunca tuvo lugar y que su padre fue detenido en su propia casa. Khruschev, sin embargo, contó que el pleno comenzó y que, a pesar de la presidencia de Malenkov, fue él quien se levantó y comenzó a desplegar las acusaciones contra su compañero. No se dejó nada; incluso empezó por el asunto, ya casi olvidado, de las presuntas labores de espionaje de Beria en favor del Musavat en su juventud azerí; y terminó con las veleidades nacionalistas de los últimos tiempos que, argumentó, buscaban la voladura de la URSS. Incluso le reprochó la amnistía masiva de presos, que había sido una decisión en gran parte compartida.
Ante un sorprendido Beria, que no lograba entender lo que estaba pasando, tomó a palabra Bulganin y, después, Molotov. Estas dos intervenciones estaban destinadas a dejar claro que la postura era del Partido, no de Khruschev. El único que se atrevió a defender a Beria fue Mikoyan quien, como os he dicho, se enteró al mismo tiempo que él de lo que se fraguaba. Malenkov, en ese punto, se quedó clavado y sin ser capaz de hablar; aunque era su responsabilidad cerrar la reunión con una conclusión. Khruschev, entonces, propuso que se votara el cese de Beria de todos sus cargos; Malenkov, en ese momento, tuvo un ataque de nervios y, en lugar de hablar, dio la señal para que los generales de fuera y Breznev entrasen.
Era más o menos la una de la tarde cuando Zhukov, Moskalenko y cuatro oficiales más, todos armados, entraron en el salón. Con un hilo de voz, Malenkov anunció que Beria quedaba arrestado. Moskalenko encañonó a Beria y Zhukov se puso a cachearlo fríamente; lo único que encontró fue un papel donde había escrito en rojo, varias veces, la palabra ALARMA; seguramente, lo había escrito durante la reunión, quizá pensando en pasárselo a sus hombres de alguna manera. Malenkov dejó dicho que su impresión fue que, aparte de Khruschev, Malenkov, Bulganin y Molotov, allí nadie sabía nada de lo que iba a pasar.
Se llevaron a Beria al antedespacho y la reunión (de la que, por cierto, no queda acta) se disolvió. Todos los integrantes de la misma se marcharon, como también se fue Zhukov. Los oficiales que custodiaban a Beria se quedaron allí unas once horas, hasta que se hizo de noche, momento en el que lo sacaron del Kremlin. Beria estaba lógicamente nervioso y casi a cada rato quería ir al baño; es probable que buscase la manera de comunicarse con sus guardias.
Pasadas las 10 de la noche, el general Ivan Ivanovitch Maslennikov, vicedirector de la MVD, apareció en el antedespacho; según algunos relatos, iba con Vlasik, que habría sido liberado de su prisión. Estaban muy nerviosos y comenzaron a gritar que querían saber qué coño estaba pasando. Moskalenko llamó a Bulganin y les pasó el aparato; el ministro se las arregló para convencerlos de que se pirasen de allí. A medianoche, Moskalenko consiguió cinco coches oficiales, equipados con luces de ésas de colores de la poli, y los envió a la calle Kirov, donde estaba la sede de la Defensa Aérea del distrito militar moscovita. Allí se seleccionaron treinta oficiales armados que se desplazaron al Kremlin. Estos oficiales reemplazaron a la guardia inicial de Beria, aparentemente sin que la NKVD que vigilaba el Kremlin o se enterase o pusiese problemas. Después, Moskalenko y otros cuatro de sus oficiales sacaron a Beria por la puerta Spassky del complejo. En dos coches (en el segundo iba Breznev con otros oficiales) se lo llevaron a Lefortovo.
En los siguientes días, la operación Beria pendió del alambre. Aunque se trató de mantener el arresto en secreto, la noticia comenzó a filtrarse. Khruschev y el resto de conspiradores trajeron más tropas a Moscú, pero aun así la amenaza de las fuerzas policiales era muy fuerte. Por eso, rápidamente comenzaron los arrestos en el círculo más cercano de Beria: sus guardaespaldas, Sarsikov y Nadaraia, fueron incluso arrestados antes que Beria. Con otros, aparentemente, Khruschev estuvo torpe. A Kruglov y Serov les ofreció unirse en la movida y participar en la investigación de los crímenes de Beria. Estos hicieron como que aceptaban y el 27 de junio se presentaron en Lefortovo exigiendo interrogar a Beria. Moskalenko, entonces, les dijo que una tercera persona tendría que entrar en la sala, para controlar que no iban, en realidad, para contactar con Beria y organizar su rescate. Hubo una discusión muy fuerte. Moskalenko se fue a buscar a Malenkov y a Khruschev, que estaban en el Bolshoi. Malenkov le ordenó que trajese al teatro a Kruglov y Serov y allí mismo, en medio de la representación de Los Decembristas, los dos hombres de Beria se reunieron con el Presidium.
Beria fue finalmente trasladado de Lefortovo, pues había demasiada gente que sabía que estaba allí, a un búnker cerca del embarcadero del río. Moskalenko, que había reemplazado a Artemev como jefe militar del distrito de Moscú, siguió siendo su principal carcelero.
La mujer y el hijo de Beria fueron colocados en arresto domiciliario en su dacha y después trasladados a sendas prisiones. El 29 de junio, el Presidium se reunió de nuevo y aprobó una resolución Sobre la organización de la investigación en el caso de las actividades criminales, contra el Partido y contra el Estado de Beria. Aunque la legalidad soviética otorgaba un enorme papel a la MVD en este tipo de casos, el Presidium decidió que esta vez los polis no tocarían pito en el caso, que fue dejado en manos del Fiscal General, Gregory N. Safronov, y del propio Moskalenko. Sin embargo, Safronov, que era básicamente un hombre del pérfido Abakumov, no era de confianza de los conspiradores, así que lo cesaron y lo sustituyeron por Roman Andreyevitch Rudenko, que había ocupado el mismo puesto en Ucrania desde 1944.
De acuerdo con Khruschev, dentro de esa estrategia de mantener cerca de la conspiración a algunas de las personas cercanas a Beria, se había decidido dejar libre a Merkulov. La cosa funcionó, pues Merkulov le escribió dos largas cartas a Khruchev, el 21 y el 23 de julio, con información muy detallada de la carrera de Beria. Lamentablemente para Merkulov, el principal interés de Khruschev estaba en el oscuro episodio del presunto espionaje antibolchevique al principio de la carrera de Beria; y, sobre esto, Merkulov no sabía nada. Así pues, Merkulov fue acusado de ser cómplice de los crímenes de Beria (algo plenamente lógico, por otra parte). Luego fueron cayendo, como fichas de dominó, Vlodzimirski, los hermanos Kobulov, Goglidze, Sudoplatov, Kuzmichev, Sazykin, Eitingon, Leónidas Raikhman, Meshik y Milshtein.
Lógicamente, donde la purga fue más bestial fue en Georgia. Poco tiempo después del arresto, a medianoche un autor de teatro, agente de la policía política y futuro desertor a occidente, Yuri Vasilievitch Krotkov recibió una llamada de Nora Trigranovna Dekanozova, la mujer del jefe de la MVD georgiana, Dekanozov. Dekanozova vivía en Moscú, y se acababa de enterar de que Beria, su adjunto Shariia y su secretario Boris Liudvigov habían sido arrestados. Buscaba a su marido sin encontrarlo. Krotkov le dio el queo y, al día siguiente, Dekanozov voló a Moscú acompañado de Bakradze y otros líderes georgianos para una conferencia; fue arrestado en el mismo aeropuerto delante de su mujer. Mamulov, Rapava y otros berianos que siguieron en Tibilisi fueron arrestados a la misma hora allí.
Kruglov y Serov fueron los que se salvaron; de hecho, fueron promovidos a la cúpula de la MVD. Supongo que fue así porque, aunque eran unos cabrones, no eran de la mafia mingreliana. Que la URSS se deshiciera de Beria no quiere decir que dejara de ser un régimen dictatorial totalitario hijo de puta que, por lo tanto, siguiera necesitando de grandes cabronazos al frente de su estructura de seguridad. En 1954, Serov fue especialmente premiado por su colaboración al ser nombrado jefe del nuevo organismo de seguridad, la KGB, ahora separada de la MVD, al frente de la cual siguió Kruglov hasta 1956.
Del 2 al 7 de julio, los 216 miembros de pleno derecho y candidatos del Comité Central se reunieron en secreto para escuchar a Khruschev para explicar el arresto de Beria poco más de una semana antes. Las actas de esta reunión no se hicieron públicas hasta 1991. Khruschev presidió la reunión, pero dejó a Malenkov la labor de realizar el informe sobre Beria. El discurso de Malenkov viene a decir que en el Presidium siempre habían sabido que el georgiano estaba actuando mal; pero prefirieron ir con cuidado para no romper el Partido. Khruschev habló después para ampliar las denuncias y acusaciones. Asimismo, trató de desmentir dos críticas: una, que el complot había sido cosa de unos pocos, asunto en el que mintió y dijo que todo el Presidium había estado detrás. Y, dos, afirmó que las noticias del arresto de Beria, lejos de interpretarse como una debilidad del Estado soviético, serían la mejor prueba ante el mundo de su fortaleza. Luego habló Molotov, que sonó como esa persona que sabe que tiene que criticar a alguien, pero no lo hace con verdadera convicción. Eso sí, reveló que, en el portafolio que llevaba Beria cuando había sido arrestado, se le había encontrado una carta al número dos de Yugoslavia, Alexander Rankovic, solicitándole una reunión secreta para labrar un acercamiento entre Yugoslavia y la URSS. Bulganin, por su parte, fue más asertivo, asegurando que Beria era un espía. Además, entendiendo muy bien su papel de ministro de Defensa, trató de interpretar el caso Beria como una especie de demostración de que los poderes de la MVD habían ido demasiado lejos. Entre otras cosas, se preguntó por qué la policía política tenía que tener tropas armadas; claramente, buscaba ganarse al estamento militar el Comité Central. Kaganovitch dio más martillazos en el clavo de que Beria era un puto membrillo aunque, temeroso al fin y al cabo, se desvinculó totalmente del arresto, afirmando que había sido cosa de Khruschev, Malenkov, Molotov y Bulganin; lo que provocó que Malenkov le interrumpiera para decir: “pero cuando el camarada Kaganovitch fue informado, se adhirió sin fisuras”. Mikoyan no fue invitado a hablar hasta el final de la sesión. Para entonces, el único apoyo que le quedaba a Beria ya tenía claro de qué iba todo aquello; así pues, intervino para, sucintamente, explicar algunos errores cometidos por Beria en el terreno económico.
A los altos representantes comunistas les siguieron otros de menor jaez que corroboraron o añadieron acusaciones. Nikolai Shatalin, secretario del Comité Central, se extendió sobre las evidencias encontradas en el despacho de Beria de su existencia de follador impenitente; incluso llegó a decir que Sarsikov, el guardaespaldas de Beria entonces preso, tenía una larga lista de mujeres. Dijo tener pruebas de que Beria era un sifilítico que había tenido varios hijos extraconyugales. Las acusaciones de violador no se ventilaron en el pleno; pero sí en el juicio. Incluso Bakradze, el jefe del gobierno georgiano puesto ahí por Beria, habló para ponerlo a parir, a ver si así salvaba su vodka y sus putas. Al final, fue despedido, aunque no imputado. Otros que traicionaron a Beria fueron Bagirov y Grigory Arutinov, el líder del comunismo armenio desde 1937, quien pretendió convencer al Partido de que su relación con Beria había sido epidérmica. Sin embargo, cometió el error de acusar a Beria de complicidad activa en las purgas de Stalin; y, como quiera que las purgas eran la última cosa que querían rememorar los hombres que habían conspirado contra el georgiano, la cosa le salió bastante mal.
Lo más importante para Khruschev y los suyos es que nadie, en aquella sesión, preguntó lo único que, en realidad, deberían haber preguntado: ¿con qué autoridad había sido detenido Beria? ¿Quién, cuando, cómo, recabó la preceptiva autorización del Comité Central? Tampoco hubo nadie que exigiese pruebas de las acusaciones que se hicieron. Pero todo eso, claro, es algo a lo que la mayoría de los presentes, todos ellos contemporáneos de Stalin, estaban acostumbrados.
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